Por Jerónimo Guerrero Iraola
Abogado. Impulsor de Desafío Benoit

En La Plata, el 7 de septiembre se vota mucho más que una lista de concejales o diputados. Ese domingo, cuando entremos al cuarto oscuro, estaremos votando también qué ciudad queremos habitar, qué atmósfera compartida deseamos respirar. Las campañas, claro, se discuten en afiches, en redes, en entrevistas. Pero la ciudad real habla con otro lenguaje: el de sus plazas, sus pasajes, sus teatros, sus esquinas. Y en estos últimos dos años algo se movió. La recuperación de Plaza San Martín, las obras en Plaza Rocha e Italia, la puesta en valor del Pasaje Dardo Rocha, la apertura de sobres para el Teatro Martín Fierro. Todas señales que apuntan a lo mismo. Abrir espacios, volver a tejer comunidad.
La llamada teoría de las ventanas rotas fue formulada por Wilson y Kelling. La lógica es simple: una ventana rota en un edificio transmite abandono, si no se repara, el abandono genera una suerte de efecto contagio. Esa pequeña grieta en el vidrio invita a que otra se rompa, a que el descuido se multiplique, a que la degradación avance como una mancha de aceite. No se trataba solo de estética. La hipótesis era que la sensación de descuido en el espacio urbano alimenta conductas antisociales, violencia, delitos. Una ciudad que no cuida sus detalles termina mostrando que no cuida a su gente.
Durante décadas, esta teoría fue tomada de distintas maneras. Hubo quienes la redujeron a una política policial dura, casi represiva, obsesionada con castigar las faltas menores. Pero también hubo otra lectura, quizás más interesante. Se tratade entender que cuidar lo común es cuidar a la comunidad. Que reparar la ventana rota es un gesto simbólico tan fuerte como construir un edificio nuevo. Que barrer una vereda, encender una luminaria, pintar un banco de plaza, son actos políticos porque devuelven confianza, dicen “esto importa, vos importás”.
Esa es la clave para pensar lo que está pasando en La Plata. No se trata solo de cemento, farolas o bancos. Se trata de enviar un mensaje a la ciudadanía. No vivimos en un territorio abandonado. Hay una voluntad de recomponer. De volver a dotar de vida a esos escenarios que, cuando se apagan, dejan que la ciudad se convierta en una sumatoria de soledades.
El ejemplo internacional más poderoso viene de Filadelfia, donde el programa Philadelphia Green transformó miles de terrenos baldíos en espacios verdes comunitarios. No se trató de grandes parques diseñados por arquitectos famosos, sino de lotes vacíos convertidos en jardines, huertas, sitios de encuentro. La investigación posterior mostró algo impresionante. Esas pequeñas intervenciones redujeron la violencia armada en los barrios, bajaron los niveles de depresión y aumentaron la sensación de confianza vecinal. Es decir, sin policías ni patrulleros, con plantas y flores, se logró lo que parecía imposible: pacificar y humanizar la ciudad.
Cuando miramos la plaza San Martín iluminada, la recuperación de las plazas Rocha e Italia, la reactivación del Pasaje Dardo Rocha, o el sueño de volver a habitar el Teatro Martín Fierro, estamos en esa misma clave. La ciudad, como Filadelfia, apuesta a que cada gesto de recuperación sea un mensaje. Aquí no hay abandono, aquí hay cuidado. Aquí se reparan ventanas antes de que alcancemos la ruina.
El espacio público no es un lujo ornamental. Es la sala de estar de la democracia. Allí donde los vecinos se cruzan, se reconocen, juegan, protestan, celebran. Una plaza iluminada y cuidada es un lugar que iguala, porque allí confluyen niños, ancianos, estudiantes, trabajadores. Un pasaje abierto y vivo es un laboratorio cultural, alejado de la idea de privatización de la vida. Un teatro recuperado es el paseo del bosque de nuestra ciudad, La Plata, retornando a ser el gran pulmón con que Rocha y Benoit soñaron. Cada uno de estos espacios es mucho más que piedra y verde: es política en estado puro, porque nos devuelve el sentido de lo común.
Por eso, de cara al 7 de septiembre, la discusión electoral no puede limitarse a nombres propios o a promesas vagas. La verdadera pregunta es qué ciudad queremos construir: ¿Una ciudad que se resigna al abandono, con “ventanas rotas”, plazas vacías y un Estado municipal en retracción? ¿O una ciudad que apuesta a repararlas, a llenarlas de vida, a generar comunidad? Lo que está en juego es el modo en que la política se inscribe en el territorio, no en abstracto, sino en el banco donde alguien se sienta a leer, en la esquina donde un chico patea una pelota, en la rambla donde dos vecinos se saludan.
La teoría de las ventanas rotas, bien entendida, nos enseña que no hay acto menor cuando se trata de lo común. Que lo que parece detalle –una lámpara, un cantero, un mural– es en realidad una señal poderosa de pertenencia. Y que reparar esos detalles es también reparar la confianza. La experiencia de Filadelfia lo confirmó con números: cuando el entorno mejora, mejora también la convivencia. En La Plata, lo estamos viendo con nuestros propios ojos. Las plazas reviven y, con ellas, reviven las ganas de habitar la ciudad.
El voto, entonces, también es una herramienta de reparación. Cada ciudadano, con su sobre en la mano, decide si quiere seguir remendando ventanas o dejarlas caer. Si quiere una ciudad con plazas llenas o con baldíos vacíos. Si cree que el espacio público es un gasto inútil o un motor de comunidad. No se trata de elegir entre pasado y futuro, sino de elegir qué presente queremos compartir.
La recuperación del espacio público es, en definitiva, una política de dignidad. Nos devuelve la certeza de que la ciudad no es un territorio hostil sino un hogar compartido. Y que, como en toda casa, cuando una ventana se rompe, lo primero que hacemos es repararla. Por lo que simboliza. Estamos dispuestos a seguir viviendo juntos, cuidándonos, confiando.
El 7 de septiembre, al votar, no solo decidiremos quién gobierna. Decidiremos si La Plata sigue reparando ventanas, revitalizando plazas, construyendo comunidad. Y esa, créanme, es la elección más importante de todas.








